Corrían los años 60s y no se sabe si fue por la pobreza, la falta de confianza o la costumbre de aquella mujer que debía ir a un hospital para ser atendida durante su alumbramiento. Ella trabajaba y no quería dejar de hacerlo en ese instante.
Domitila se desempeñaba cocinando alimentos para diversas personas, así como un restaurante. Por lo tanto, no podía dejar de trabajar, ya que era un sustento más que ayudaba a su esposo en la economía del hogar. Ambos eran responsables con su familia y trabajaban arduamente para llevar el sustento a casa.
Domitila vivía con su familia en un ranchito apartado de toda civilización, lejos de hospitales y clínicas donde pudiera recibir los cuidados necesarios que toda mujer embarazada necesita en el momento de dar a luz. En ese entonces, era posible, pero ella no estaba acostumbrada a que la atendiera una ginecoobstetra; paría a cada uno de sus hijos sin esa asistencia. De hecho, fue en esa época cuando dio a luz a su última criatura.
Cuando Domitila se debatía entre la vida y la muerte en manos de una partera, nadie podía creer que esa mujer daba a luz sola. La partera no estaba a la mano y, además, no contaban con los materiales necesarios en caso de urgencia, como los que se tienen hoy en día en los hospitales. En ese momento, estaba en juego la salud de ella y de la criatura. Era asombroso, y todos los presentes sentían miedo y nerviosismo, pues eran testigos de un momento tan especial: “dar a luz a un nuevo ser”.
Los que conocieron a Domitila decían que trabajó hasta el último momento de su alumbramiento. No solo eso, sino que ella se mostraba con una actitud muy positiva y fuerte en toda circunstancia. También decían que la miraban reír en ese mismo momento, como si todo fuera muy natural para ella, a pesar de lo delicado que es el alumbramiento.
Ese suceso aún se recuerda, porque una de las personas cercanas a Domitila fue quien corrió en busca de la partera. Qué bello es cuando un ser vivo llega a la vida y mira por primera vez la luz en el momento de su nacimiento. Aún más hermoso es cuando ese ser vivo trae consigo la esperanza de que todo saldrá bien, como solía suceder en aquellos tiempos, cuando se acostumbraba a dar a luz con partera.
“Ahí sí que para nacer morimos”, y puede ocurrir en cualquier lugar, si el destino o las circunstancias así lo marcan; practicando cosas arriesgadas que debían hacerse, ya que estaban en juego dos vidas: la madre y la hija. Pero Domitila se mostraba muy convencida y alegre, e incluso mandaba a una persona por la partera, porque se sentía lista para dar a luz.
Después del parto, Domitila seguía una dieta. Los que la conocían decían que después de dar a luz era cuando mejor se cuidaba, pues según ella, no adquiría los achaques que sus ancestros decían que sucederían; por eso tomaba precauciones después de parir. Ese cuidado consistía en cumplir 40 días de descanso (sin trabajar) como rigor para estar bien, ya que en la mente de Domitila estaba el deseo de estar fuerte para seguir cumpliendo con sus labores. Además, en ese momento ella y su esposo tenían otra boca más que alimentar en casa. Para ella, todo eso era normal: el proceso de parto y la crianza de sus hijos.
Fue muy bonito saber cómo Domitila había parido a su última hija y en qué condiciones de ánimo se encontraba la mujer, así como las condiciones de su alumbramiento atendido por una partera. También fue curioso, porque el mismo día, pero en el siglo XXI, nació también la tataranieta de Domitila, esta vez en un hospital moderno y cálido, se buscaba hacer el alumbramiento mucho más llevadero y en un constante relax. En ese momento, doctores, enfermeras y profesionales de la salud estaban atentos al nacimiento del nuevo ser.
Pero también es bonito recordar que no todos nacieron en pañales de seda, ya que al final, la esencia del alumbramiento es la misma: “Porque nace un ser querido”. “Válgame la comparación, pero fue lo mismo. Bendito Dios”.
Written by María Pandil
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